Mensaje presidencial del doctor Raúl Alfonsín a la Honorable Asamblea Legislativa

Buenos Aires

01.05.1987

Honorable Congreso:

Este tradicional encuentro entre el presidente y los legisladores, símbolo de unidad y a la vez de independencia de los poderes que rigen una democracia, se produce hoy cuando todavía resuenan en nuestra tierra las palabras del Papa, llamando a los argentinos a la paz y a la reconciliación.

Sus mensajes morales, su exaltación de la libertad y la justicia, su convocatoria para la construcción de la civilización del amor y su apelación a la austeridad y el esfuerzo serán recuerdos perdurables del pueblo argentino sin distinción de credos y enseñanzas que sabrá recoger para afirmar virtudes ciudadanas y comportamientos particulares que perfeccionen la democracia y afiancen la convivencia fraterna de nuestra sociedad.

Así, se ha renovado nuestra deuda con el Santo Padre; los argentinos le debemos permanente agradecimiento por su solícito y generoso servicio de mediación que afianzó la causa de la paz. Le debemos también ahora nuestro reconocimiento por su palabra, por su comprensión de que “el pleno restablecimiento de las instituciones democráticas constituye un momento privilegiado” para los argentinos.

Pero también se realiza este encuentro, a pocos días de haber protagonizado una grave crisis institucional.

Existe una cierta lógica, un encadenamiento de sucesos más o menos previsibles en todo proceso histórico, que muchas veces escapa a la comprensión de sus propios protagonistas.

Esto suele ocurrir en momentos álgidos, donde la intensidad de la crisis golpea a una sociedad, en el instante exacto en el que sus defensas se encuentran aparentemente menos guarnecidas. Eran tiempos de recogimiento espiritual. Son verdaderas pruebas de fuego en las que se juega patéticamente –sin metáforas, sin mediaciones, sin demoras, sin demasiado espacio siquiera para el análisis racional de los hechos—el destino de un pueblo.

Lo hemos visto, lo hemos vivido como pocas veces en el pasado, cuando un episodio desgraciado desembocó en la más extraordinaria demostración de lo que es capaz una sociedad decidida a no dejarse arrebatar su propia historia.

Hemos superado ampliamente una de las encrucijadas más graves que una nación puede enfrentar: aquella en la que se contraponen con dramatismo, cara a cara, un país que muere y otro que nace y empieza a crecer.

En cuatro largos y angustiantes días, cada uno desde su propia experiencia y responsabilidad, hemos participado todos de una colosal elaboración colectiva del drama argentino de los últimos años.

No fue el sosiego de la reflexión ni la apacible conclusión a la que se llega razonando. Fue una experiencia conmovedora, vital, la que nos condujo a sentir que algo crujía dentro nuestro, que crecíamos. No todos los pueblos afrontan un instante semejante. No siempre se puede sufrir el vértigo del vacío sin precipitarse en él, recogiendo esa enseñanza que se incorpora emocionalmente y que luego, como ahora, incita a ser discernida.

Captar con la mayor fidelidad que significaron esos días para cada uno y, en especial, para el conjunto del pueblo es un desafío insoslayable. Sólo así evitaremos el riesgo de despilfarrar una experiencia colectiva superior, eminente. Sólo así las angustias, las lágrimas, el entusiasmo, la esperanza, en fin, la honda conmoción de esos días se convertirá en el impulso imprescindible para atravesar el meollo mismo de la transición.

Desde la fuerza que brota cuando la voluntad pacífica de muchos enseña que puede más que la amenaza armada, desde esa fuerza colectivamente experimentada, pueden darse pasos definitivos para la convivencia y el encuentro.

El pasado, en efecto, pretendió alcanzarnos por un instante y estuvimos ahí mismo, en las fronteras de un desastre colectivo, en los bordes concretos del enfrentamiento interno, que nos hubiese sacado del terreno de la política y hundido en el pantano de una lógica guerra y desintegración.

Ante la gravedad de la situación que sufrimos, cada argentino respondió al desafío con una entereza que ha certificado de manera concluyente la enorme madurez que ha adquirido nuestra sociedad, haciendo de la democracia una vivencia concreta, una pasión que es preciso defender cuando se pone a prueba nuestra posibilidad real de construir nuestras vidas y la de nuestros hijos.

Debemos obviamente sacar conclusiones de todo lo que nos ha sucedido; debemos extraer las múltiples enseñanzas que nos ha dejado y, fundamentalmente entender que no hemos retrocedido en modo alguno en el camino que nos habíamos trazado. Estos hechos ocurren precisamente porque estamos avanzando. Hay –entonces—una afirmación renovada en la senda de la integración definitiva entre los argentinos y una necesidad de acelerar el paso, de darle mayor dinamismo a la transición. Tuvimos demasiado próximo el espejo siniestro, la contracara de un proyecto colectivo en marcha. Hemos visto, lo ha visto la sociedad toda, adónde pueden conducir los atajos, la desvirtuación de las instituciones, los arrebatos extemporáneos del comportamiento autoritario.

Aun conscientes de que ya habíamos afirmado el nunca más, aún a sabiendas de que esta democracia es irreversible, la cabal comprensión de nuestra fuerza surgió cuando trabajadores, empresarios, sindicalistas, políticos, religiosos, estudiantes, ciudadanos de todas las edades y condiciones sociales salieron a la calle para decir no al rencor de lo viejo y si al futuro. No, a quienes colocaron a la Nación –otra vez—en el límite entre la vida y la muerte, entre la paz y la sangre.

Que quede como residuo perturbador en la conciencia social, como una luz de alerta en la memoria del pueblo y que sirva para comprender la imperiosa necesidad de deponer disputas accesorias y amalgamar la voluntad colectiva detrás de consensos mayores, abroquelados en torno a grandes comunes denominadores y decididos a plasmarlos en instituciones sólidas y estables, las que se merece esta sociedad –no cabe duda—ha cambiado profundamente.

Las instituciones castrenses, al igual que las políticas, las económicas, y las culturales,están viviendo también su transición del autoritarismo a la democracia.

Si los civiles estamos reaprendiendo a vivir en tolerancia y en pluralismo, los militares argentinos están reinstalándose en los marcos de la disciplina estricta y de la sana obediencia. Ello no se logra sin que resabios del pasado se hagan presentes, pero todo el que intente medrar con las dificultades y problemas de las fuerzas armadas está de hecho atentando contra el sistema democrático en su conjunto. Y ello, como se vio, no era consentido por la voluntad mayoritaria del pueblo.

Honorable Congreso:

¿Qué quiere el pueblo argentino?

¿De qué modo debemos actuar para cumplir, como todos queremos, con nuestro deber y estar así a la altura de su comportamiento ejemplar?

Sobre este tema me voy a permitir reflexionar ante los señores representantes del pueblo y de las provincias.

Pienso que hay un firme deseo, casi diría un primer reclamo, que el pueblo nos formula: que trabajemos juntos, sistemática y ordenadamente, para acelerar la concreción del país que todos sabemos podemos construir en paz y en justicia.

Para ser eficaces, entonces, debemos empezar por saber dónde estamos.

No es posible apreciar con justeza el momento que vive el país sin pensarlo como una etapa de transición. El gobierno que todos constituimos no es un gobierno normal que administra una situación normal. No estamos viviendo situaciones de rutina, días corrientes de la historia. Nuestro tiempo es de cambio, de ruptura, de creación.

Estamos transitando entre dos puntos: vivimos una crisis y juntos, gobierno y sociedad, tratamos ahora de ponernos en movimiento para alejarnos de ella, pero la tarea es enorme y difícil. Es que jamás hemos vivido una crisis tan intensa, tan compleja y tan larga como la que nos aqueja.

En otras oportunidades hemos dicho que la crisis no es solo bloqueo, disfunción o parálisis. Los conflictos son también desafío y por lo tanto, oportunidad.

Sabemos que estamos viviendo una crisis de época, que no puede solucionarse mirando hacia atrás, sino hacia adelante. No hay remedios para la crisis argentina en ninguna edad de oro que se ubique en el pasado. Esta es la certeza que debería movilizar la energía creadora de las fuerzas sociales, políticas y culturales.

Las tensiones, además, no son exclusivamente nuestras, recorren el entero espacio de las naciones, cualesquiera sean sus regímenes políticos o sus formas de organización económica, y cuestionan muchos de los supuestos con que se estructuraron en este siglo las relaciones de los hombres con la naturaleza y de los hombres entre sí. Es una crisis económica y tecnológica, pero también política, ética, cultural, social.

El reconocimiento de que nuestra crisis forma parte de un fenómeno universal, de ninguna manera debe hacernos olvidar que la nuestra es también una crisis particular. La tarea principal que nos compete es, pues, asumir esa particularidad, comprenderla racionalmente y ponernos a trabajar para superar la actual situación con un equilibrio justo de pasión e inteligencia. Pasión, para que la mayor cantidad de voluntades colectivas pueda ser movilizada. Inteligencia, para convencernos, de una vez para siempre, que las soluciones mágicas no existen en la historia sino sólo en las fábulas infantiles.

Si la crisis es compleja, la transición también lo es. Las circunstancias nos obligan a acometer un doble tránsito: hacia la democracia desde el autoritarismo y hacia un nuevo proyecto de nación, desde la decadencia irremediable de un modelo de sociedad que ya sabemos no tiene futuro.

Nuestra transición combina, pues, las metas de un nuevo régimen y las de un nuevo sistema. Ese doble carácter, institucional y estructural de la transición, es el que define el aspecto fundacional de este tiempo.

Por lo tanto, la acción del gobierno debe distinguirse en esos dos niveles. Del primero, tal como lo prescribe la Constitución y las prácticas democráticas, es el responsable en tanto representante del pueblo. Del segundo, es el agente de la sociedad, la que asume a través de todas sus instancias y organizaciones la responsabilidad del proyecto.

La sociedad argentina demostró conmovedoramente que había adoptado una estrategia para construir su futuro: la democracia. Es que aprendió con dolor que la legalidad no es una cuestión formal, sino la frontera entre la vida y la muerte.

Asumir la democracia como estrategia para la resolución de conflictos sociales, significa que todos los ciudadanos coinciden en que van a cumplir las reglas que establezca la mayoría. En otras palabras, hay certidumbre sobre las reglas de resolución de conflictos, pero no sobre los resultados de los mismos.

Para evitar un retorno al pasado, debemos comprender la necesidad de permanecer firmes en la estrategia elegida y distinguirla de las tácticas a adoptar para resolver los problemas que nos aquejan.

La democracia propone discutir sobre las tácticas, pero con un acuerdo claro sobre la estrategia.

Estar en transición a la democracia significa que tenemos que superar hábitos autoritarios de más de 50 años, quitarnos la costumbre de tomar atajos, de no respetar las reglas.

Por eso, para garantizar nuestra democracia, es necesario que la sociedad mantenga como valor fundamental el respeto por la ley, ese respeto es el corazón del sistema. De allí proviene su fuerza.

Honorable Congreso:

Es claro que los deseos de cambio exigen propuestas y no retórica global o sumatoria de propuestas sectoriales. Necesitamos un debate plural de propuestas para todos los grandes temas de la transición. La discusión está abierta para que cada uno pueda expresar su opinión sobre cuáles son las cosas que sirven, las que no sirven, las que exigen modificaciones, las que hay que crear.

En la medida en que la transición es un proceso complejo, difícil y por definición plural, en tanto no alude exclusivamente al gobierno que la conduce desde el Estado, sino a toda la sociedad, la responsabilidad a que ella convoca no es privativa del gobierno sino de todos.

Cada uno de los pasos a dar debe ser pensado no solo en relación con sus efectos inmediatos, sino en su articulación con un proyecto global de sociedad. Cierto es que no lograremos las metas en un plazo breve, ni con pocos esfuerzos, pese a lo que parecen creer algunos vendedores de fantasías.

Pero cada una de las medidas que se llevan adelante en todos los frentes en los que es necesario acometer cambios estructurales, es capaz de cobrar una nueva dimensión si la consideramos dentro de esa ambiciosa perspectiva histórica que cobija al sueño de comenzar una nueva etapa.

Hay partes del viejo país que debemos conservar, otras que debemos dejar de lado y un enorme espacio abierto para una transformación integral.

Construir un sistema político desde el fondo de una institucionalidad deformada es una tarea solidaria. Así lo han demostrado otros ejemplos contemporáneos, no solo en América Latina sino en el sur de Europa,en sociedades que han vivido y viven aún un proceso similar al nuestro.

Pero cuando hablamos de una tarea común, de un proyecto común, debemos tener en cuenta que la historia de ningún pueblo es el fruto de un plan preciso y prolijo, que acaso un talentoso arquitecto trazara en un tablero imaginario del acontecer humano. No hay tal proyecto capaz de traducirse en obra de los pueblos, punto por punto, dibujo por dibujo, pero en cambio existen momentos, como éste, en los cuales un pueblo descubre que comparte ideales, que tiene objetivos propios, independientes de los objetivos y ambiciones individuales o de grupos y descubre también que tiene el aliento para llevarlos a cabo. Se suele decir a veces que es en esos momentos cuando aparecen proyectos o doctrinas que superan las parcialidades y que comprenden a la totalidad de sus integrantes. Estos son los momentos fundacionales, aquellos donde el pueblo recupera sus raíces, se sobrepone a las frustraciones de la coyuntura, desplaza a las ideologías, construye utopías, piensa en el futuro como horizonte factible y presiente que un momento nuevo comienza.

Una etapa fundacional como la que acabamos de comenzar incluye la reflexión sobre el pasado mediato para no reiterar errores, y sobre el futuro mediato, para que la marcha de todos no nos conduzca al vacío o a la desintegración.

No hemos de confundir la voluntad de los pueblos con simple voluntarismo, ni la memoria popular con un episodio singular, cualquiera sea la importancia de éste, ni los objetivos del pueblo y de la nación con enunciados dogmáticos de cualquier naturaleza.

Tardamos en comprender que un país moderno, una nación moderna, un pueblo moderno no tiene una sola idea o proyecto, ni una sola voz. Un pueblo moderno es un pueblo con muchos proyectos, pero una sola pasión: construir el bien común, tardamos pero lo comprendimos. Y ahora debemos actuar: como diseñadores del futuro, claro está, pero no como dibujantes en la arena del tiempo, sino como hombres de aquí y ahora, conscientes de sus limitaciones pero también de su fuerza, de la fuerza tremenda de los pueblos que creen y trabajan por lo que creen.

Tenemos que aprender, además, las lecciones de la historia. De la historia del mundo y de la nuestra.

El siglo pasado vio florecer corrientes de pensamiento que pretendían eludir a complejidad de la realidad, que intentaban reducir a esquemas simples la multiplicidad, los actores del cambio social estaban identificados por una teoría interpretativa de la historia de carácter determinista o esencialista, pero siempre reductiva y unilateral. Los papeles estaban definidos y los acontecimientos seguían un rumbo inalterable hacia fines absolutos. Era la visión del positivismo clásico, del llamado socialismo científico, del idealismo historicista, del liberalismo manchesteriano.

Asimismo, se concebía el presente como la etapa central y decisoria del devenir. La humanidad atravesaba la época crítica de un cambio definitivo. Todo lo anterior había sido el prolegómeno de una nueva época que resolvería lo que antes fueron problemas, contradicciones o errores.

Al margen de estas concepciones, o a su pesar, la historia se desarrolló en una forma más compleja y más imprevisible. Las modernas sociedades avanzadas e industriales no son lo que cada una de las distintas ideologías pretendió, aunque todas ellas hayan influido sobre su constitución y su transformación,muchas veces a través de procesos que contradecían los principios enarbolados.

Ni los liberales ni los socialistas fueron, por ejemplo, los creadores exclusivos de las modernas democracias europeas, aunque no se las puede imaginar sin la acción concurrente de unos y de otros.

Las sociedades desarrolladas no llegaron a su actual nivel de prosperidad ni al equilibriopolítico y social solo por el libre juego de la iniciativa privada en el mercado, como lo pretendían los liberales manchesterianos. Hubo demasiados sobresaltos y desviaciones en ese camino ideal que preconizaban. No puede imaginarse a esas sociedades sin la acción transformadora de las luchas obreras, sin los sindicatos. No puede hablarse de un proceso lineal de expansión económica basada en la libre competencia en una historia que conoció el proteccionismo y los monopolios.

Las democracias modernas y avanzadas no se instauraron de golpe o por mero voluntarismo ni por la firmeza de un sector determinado. Costó muchos sufrimientos y tropiezos llegar al equilibrio actual y es justo admitir que se llegó a él a través de las contribuciones, las concesiones y las presiones de las variadas corrientes políticas y movimientos sociales que se habían enfrentado en oposiciones que parecieron muchas veces irreconocibles.

Por otro lado, tampoco se cumplió la predicción de los socialistas llamados científicos, en el sentido de que el proletariado encabezaría y dirigiría la transformación integral de las sociedades de mayor desarrollo. Pero en cambio, y en su nombre, elites de revolucionarios encabezaron gigantescos procesos de cambio social, en países que se encontraba en etapas muy anteriores de evolución económica, con neto predominio campesino. Con métodos centralistas llevaron a esos países a cumplir el proceso de industrialización que en Occidente se había realizado paralelamente al surgimiento de las formas democráticas. Esos países se enfrentan hoy al doble desafío de adecuarse a la nueva revolución tecnológica y de remozar sus estructuras políticas rígidas y autoritarias.

El mundo, como vemos, cambió y cambió profundamente, sin que las viejas ideologías unilaterales puedan dar cuenta e interpretar el sentido de ese cambio. Es evidente que las visiones cerradas, contrapuestas y mutuamente excluyentes han llegado a su límite histórico.

El pensamiento político y las ciencias sociales, que surgieron con pujanza en el presente siglo, enfrentan ahora con nuevo rigor y nuevos métodos la tarea de explicar lo que sucede y de pronosticar, pero ya no lo hacen con la ciega confianza anterior en teorías inmutables. Las concepciones historicistas, esencialistas y mecanicistas no son ya un instrumento apto para describir la realidad y mucho menos para orientar cursos de acción.

Las sociedades industrializadas, por otra parte, enfrentan en los últimos años, un proceso sustancial de transformación, una nueva revolución científica y tecnológica que está variando todos los esquemas tradicionales de organización del trabajo productivo, del aprovechamiento de los recursos naturales y de las reglas del intercambio económico.

En nuestro caso, en nuestra historia, el devenir fue dramático: surgieron propuestas que pretendidamente iban a modificar el estancamiento o impulsar profundos cambios sociales. Compitieron entre sí doctrinas autoritarias.

Unas veían en la democracia un sistema ligado a un particular estadio económico de la sociedad, que debía ser eliminado o superado por una nueva sociedad, sin clases y sin contradicciones. Este utopismo conducía, en la práctica, a una concepción totalitaria de la historia a partir de un simplismo teórico inconsistente que circunscribía la complejidad a una lucha entre abstracciones reduccionistas de las clases sociales. La sociedad industrial, según dicha concepción, era obra de una clase denominada burguesa, la que iba a ser desplazada del poder por la clase proletaria.

Esa concepción elitista, que durante muchos años se limitó a proponer sin resultados la construcción de un partido clasista dirigido por la “vanguardia obrera” –en realidad los cuadros militantes profesionales—, se encarnó en los años 60 en los diversos grupos foquistas armados, que proponían la violencia como método político fundamental. A través de esa violencia se pretendió alcanzar el reino de la felicidad. Magnífico propósito, fantástico objetivo al que nadie puede rehusarse: igualdad de derechos para todos, distribución equitativa de la riqueza, desarrollo cultural y económico, el respeto de la voluntad popular y la participación de toda la sociedad.

Pero la revolución, esa meta que prometía resolver todos los conflictos y enigmas del ser humano, estuvo siempre signada por la muerte, por la violencia fratricida, por el fusil.

Y el fusil, nosotros ya lo sabemos, no representa la esperanza, no nos ofrece la justicia. El fusil es la muerte. Y junto con ella aparecen inevitablemente el autoritarismo, el partido único, el despotismo de una élite ilustrada sobre el resto de la sociedad. Aparece, también, el cercamiento de las libertades individuales.

La democracia, en cambio, tiene dos virtudes esenciales para el hombre: no exige por principio ninguna cuota de sangre –y con ello queda garantizado el derecho a la vida-y tiene, además, la capacidad de cuestionarse a sí misma, transformarse, renovar las relaciones entre los hombres, generar nuevas ideas y desechar las viejas.

Porque la democracia es, fundamentalmente, un régimen en estado permanente de creación; con sus conflictos, con sus tensiones. Antagónica y —¿por qué no?— también rebelde, ella es el reaseguro de la razón.

A lo largo de este siglo otra ideología reduccionista convocó también a los desalentados y generó corrientes de acción y pensamiento que siempre fueron marginales, pero que influyeron y colaboraron en los procesos políticos concretos. Se trata del nacionalismo, bajo cuya denominación genérica podemos englobar a las distintas tendencias que hipostasiaron el sentido de pertenencia nacional en un absoluto que pretende negar los conflictos naturales de una sociedad compleja y el pluralismo político en aras de una homogeneidad artificiosa y autoritaria. Surgido en el contexto del agotamiento del orden conservador y de la irrupción de la democracia, con el sufragio universal, este “nacionalismo” –en sus vertientes reaccionarias tradicionalistas o imitativas del fascismo europeo— solo lograra articular agregados heterogéneos de lealtades culturales y sociales convocadas frente a lo que consideraban sus “mortales” enemigos comunes. Se trataba, en parte, de una crisis de conciencia de la clase dirigente tradicional, desubicada frente a situaciones cambiantes y complejas en el país y en el mundo.

Las transformaciones de la estructura socioeconómica, que dieron origen a nuevas clases, grupos e intereses sociales, la ampliación de la ciudadanía y la aparición de nuevos valores y prácticas políticas sumadas al impacto de los factores externos, con la consiguiente decadencia del modelo económico agro exportador y del liberalismo positivista, encontraron a un sector de estas elites inerme y carente de respuestas nuevas a problemáticas diferentes. Solo atinaron a erigir trincheras de combate, en las que el conflicto político terminaba asimilándose a la lucha bélica interna, convirtiendo a la sociedad en un campo de batalla.

Derivaciones extremas de estas corrientes condujeron a recrear recurrentemente escenarios catastróficos, espíritus de cruzada, exaltaciones místicas e incitaciones a la acción directa que –desde la derecha y desde la izquierda—desembocaron en su último y frenético esplendor en el infierno de la década del 70. El nacionalismo oligárquico, autoritario y elitista contribuyó a instaurar en el país la peor y más incontenible forma de violencia.

Manifestación desordenada y siempre restauradora de un pasado mítico, perdido, niega y resiste hoy el avance de la democracia y la modernización con la misma ceguera con que resistió y frustró hace 50 años similar curso histórico de una sociedad emergente. Quizás la diferencia central resida en su debilitamiento definitivo, su incapacidad para ofrecerse como salida, su impotencia de cara a un pueblo que ha madurado y acepta cada vez menos tutelazgos o paternalismos de cualquier especie. Pero si bien sus proyectos restauradores resultaron impracticables, ese debe reconocer que sus discursos y sus prácticas penetraron hondamente en nuestra vida política trascendiendo sus reductos.

Persiste, en efecto, una valoración residual que impregna aún determinadas percepciones iracundas de la presente transición y opera ante cada encrucijada como activador de cualquier tentación involutiva. Es allí donde radica su peligro

Porque en la medidaen que una generación pionera no logra ofrecer instituciones estables, estructuras dinámicas sólidas y espacios propios, quienes debieran abandonar los viejos cauces, comienzan a refugiarse en las aguas estancadas del pasado, allí donde encuentran las certidumbres de antaño, espejismos de seguridad y protección, la calma falsa –por cierto—del inmovilismo, la nostalgia, el encierro y el auto abandono.

En fin: la decadencia. Rescatar por ello a quienes turbados por la crisis y el advenimiento de esta nueva etapa histórica de construcción democrática imaginan la zozobra de valores fundamentales para la convivencia colectiva, debe ser también un paso ineludible para firmar un proyecto nacional digno de ese nombre.

Convertir a la Nación en una ideología cristalizada –otro de los productos aberrantes del faccionalismo que ha imperado en nuestra cultura política—no ha servido sino para vaciar el concepto de contenido, quitarle su fuerza y potencialidad y apropiarse de un valor que debe ser común a todos, a fin de utilizarlo como argumento de dominación por parte de unos pocos que imponen sobre la sociedad su particular y parcial visión de la realidad. Nacionalismos sin nación, patriotismo sin pueblo, militarismo que subvierte a las instituciones de la República, constituyen para quienes conciben una nación moderna, afirmada sobre sus raíces y abierta al mundo, la expresión más rancia y acabada de la Argentina vieja. Resulta una huida a la abstracción y al anacronismo fundir las relaciones entre las personas en una entidad supraindividual absoluta, como lo haría cualquier organicismo trasnochado.

“Lo nacional” somos nosotros; hombres y mujeres que se reconocen desde la diferencia y la pluralidad como parte de una misma comunidad, un sentimiento común de pertenencia y una voluntad concreta de querer vivir juntos y realizar juntos objetivos comunes.

Esta es la nación que queremos y que estamos forjando. Una nación nueva, construida por su pueblo que rescata sus valores fundacionales y los redefine para proyectarlos hacia un futuro distinto. Una nación que resurge y se integra a la región para trabajar junto a sus hermanas del continente por una inserción plena digna en el mundo y por un nuevo orden internacional, más justo y más pacífico.

Honorable Congreso:

Luego de muchos errores, de muchos fracasos y de mucha arrogancia, el pueblo argentino ha retomado los rumbos de la racionalidad y de su desarrollo integral y armónico.

La etapa del fracaso y de los proyectos cerrados o imposibles ha terminado para siempre.

La alternativa al estancamiento y a la disolución nacional es la de la democracia y la modernización, encaradas como proceso indisoluble por una sociedad que en pluralismo, solidaridad y participación inicie con seriedad la solución de los problemas que la aquejan, delineando así el verdadero proyecto nacional, abierto y flexible, sin falsas retóricas ni soberbias inconducentes.

Los proyectos propuestos para la argentina en el pasado obedecían a veces a las concepciones rígidas y cerradas que predominaron en las ideologías y prácticas políticas heredadas del siglo pasado. Los cambios que se han venido produciendo en el mundo derivaron, en las naciones avanzadas, en la adopción de criterios más flexibles, de estrategias más abiertas. La adaptación a la nueva revolución tecnológica sigue produciendo cambios fundamentales en el pensamiento político y en la administración de las economías de aquellos países, tanto en los de sistema pluralista como en los centralizados. Mientras tanto, aquí, entre nosotros, persisten los que se aferran a los esquemas del pasado. Es una nueva forma de la dependencia cultural. Están en los hechos consumiendo los residuos obsoletos de ideologías que en los países avanzados ya nadie respeta como dogma indiscutible.

En este terreno también se evidencia el atraso, un atraso cultural que debemos superar para encarar con eficacia los desafíos del presente.

El nuevo proyecto no puede pretender encerrar la realidad en esquemas rígidos que son siempre superados o anulados por el devenir concreto de los acontecimientos.

Un proyecto cerrado exige, para su cumplimiento, una unanimidad de criterios incompatible con la complejidad de las sociedades modernas y opuestas a los principios democráticos. Implica, de manera directa o indirecta, la subordinación de la sociedad a una elite que determina los objetivos, una elite que se arroga el monopolio del saber y de la conducción. Son características comunes de ese tipo de proyectos el establecimiento de metas cuantitativas y de plazos estrictos, que terminan por ser contradictorios. Por lo demás, los proyectos cerrados se complementan con una serie de enunciados genéricos y tautológicos, que nadie puede discutir y que, por lo mismo, no tienen demasiada utilidad para la acción.

Los grandes procesos de transformación y de reconstrucción de las sociedades modernas han sido obra no de un designio sectorial o partidista, sino de la conjugación de una serie de proyectos y de esfuerzos, en competencia y en complementación.

No corresponde a un partido ni a un gobierno imponer autoritariamente ambiciosos proyectos cerrados. Así como fue la sociedad toda la que afirmó la democracia, es la sociedad toda la que desarrollará el proyecto que, al fin y al cabo, como se dijo en otra oportunidad acerca de las revoluciones, será un proceso cuyos resultados definirán los historiadores del futuro.

Este periodo debe ser, en la argentina que pretende superar el estancamiento y arrancar del atraso, un periodo de movilización integral de todas las potencialidades humanas y materiales para desarrollarse armónicamente y para consolidar una democracia estable y avanzada.

Los programas que se propongan no deben tener como objetivo contener y delimitar la energía social, sino construir los cauces adecuados para su expansión.

Es la sociedad en su conjunto la que debe crecer. Arrogarse su representación y fijarle objetivos rígidos es la concepción propia de los autoritarismos. En democracia, es la sociedad la que se autoimpone los rumbos, a través de un mecanismo permanente de diálogo, competencia y concertación.

Un elemento fundamental para que ello ocurra es el conocimiento serio de los problemas, la toma de conciencia sin retaceos de nuestra situación interna y de las condiciones del mundo que integramos.

Detrás de la repetición facilista de los slogans del pasado anida muchas veces una profunda ignorancia de los cambios que se están produciendo en el mundo, de los importantes cambios que otros están imponiéndonos. Si queremos afianzar nuestra soberanía, debemos comenzar por conocer el marco en el que ella se recortara como perfil de un pueblo dispuesto a no quedar rezagado ni condenado a la marginalidad la dependencia.

La delimitación de los grandes objetivos será la resultante de todos los factores puestos en juego. Lo que muchos no vacilan en enarbolar como propuestas concretas son los fines últimos de todo grupo humano: convivir armónicamente, conquistar mayor prosperidad, posibilitar el libre desarrollo de las capacidades individuales y colectivas. No hace falta gastar imaginación para saber cuáles son las metas últimas.

Los proyectos abiertos y flexibles que diseñan en su marcha hacia el futuro las sociedades democráticas inauguran un permanente movimiento de renovación e integración de finalidades, donde el sentido de esfuerzo, de sacrificio y de concertación surge como producto de la libertad y de la racionalidad y no de la coerción.

Los gobernantes si deben fijar metas cuantitativas y plazos para los planes y proyectos de corto y mediano plazo, tal como lo fijan las instituciones, las empresas, los sindicatos, las asociaciones de todo tipo. Pero estos planes y proyectos no determinan rígidamente el futuro, sino que tienden los carriles, firmes y seguros, por los que circulará y se afirmará libremente la creatividad social.

Honorable Congreso:

Los argentinos quieren superar el estancamiento al amparo de una gran iniciativa: la de la modernización. Modernización económica y tecnológica, modernización política, modernización social y cultural. Se trata, en verdad, de una bandera que sintetiza una voluntad: la de dejar atrás un pasado que nos agobia para poder colocar a nuestra sociedad a la altura de los tiempos.

Pero, además, modernizar a la Argentina en todos esos planos no es sólo un imperativo que deriva de nuestra voluntad de emerger de un estancamiento que nos acompaña desde hace años con una sombra. No es sólo eso. Hemos hablado ya de la crisis mundial y de la particularidad de nuestra crisis dentro de ella. Queremos agregar ahora que si bien esa crisis abarca a todas las naciones, grandes y chicas, pobres y ricas, capitalistas y socialistas, algunas –las más poderosas. Mantienen la iniciativa a su favor. Las postergadas –la Argentina es una de ellas—si se quedan dónde están habrán de ser barridas por una nueva división internacional del trabajo que las condenara, por mucho tiempo, al atraso y a la pobreza.

Modernizar nuestras estructuras es una necesidad de supervivencia. De esa dramática manera se plantean hoy las cosas en el mundo.

El problema fundamental de la modernización es el de la transformación de las estructuras internas que nos han condenado en las últimas décadas al atraso y a la progresiva decadencia. Muchas son las características, diversos son los rasgos que pueden ejemplificar esta frustración que llamamos subdesarrollo, retroceso, pérdida permanente de oportunidades, creciente dependencia.

Pero mirándonos hacia adentro, lo que aparece desde hace décadas como síntesis de esos fracasos, es la imagen de una sociedad rígida y por eso bloqueada en su capacidad de movimiento, de una sociedad fragmentada y por eso renuente a elaborar soluciones de consenso.

Por cierto que consenso no equivale a homogeneidad, pero si a capacidad de compromiso alrededor de los supuestos básicos que le otorgan sentido a un sistema democrático. En ese marco ¿Qué significa modernizar? Transformar a una sociedad bloqueada y rígida en una sociedad flexible, a una sociedad corporativizada en una sociedad abierta y fluida.

A través de sucesivos y crueles golpes, la sociedad argentina llegó a casi el límite de su disolución en facciones. Por eso, quizás la meta central de esta transición sea la de recrear una sociedad de lo que ha sido un archipiélago de sociedades parciales.

No hay que engañarse: transición a la democracia consolidada y modernización forman un solo conjunto de problemas. Porque la modernización no es un fin en sí mismo: el fin es la constitución de una sociedad a la vez próspera y solidaria, independiente y participativa.

Esta es nuestra concepción amplia de la transición democrática en la que estamos embarcados. Hemos dicho que en cada medida que impulsamos hay que ver no un hecho aislado, desgajado por lo tanto de un contexto global que le da sentido, sino un eslabón de un gran programa de reformas estructurales.

En oportunidad de convocar a una convergencia programática para cubrir este tránsito hacia la consolidación democrática, señalamos tres planos básicos –aunque no excluyentes—de reformas estructurales: el político-institucional, el económico-social, el educacional y cultural. En todos ellos hemos lanzado iniciativas tendientes a poner en marcha cambios profundos con el fin de superar nuestra decadencia.

Ninguno de estos niveles es, por definición, más importante que otro. La superación de las épocas históricas supone que el camino de las transformaciones sea complejo y articulado, abarcando simultáneamente las estructuras económicas, las instituciones políticas y los valores culturales.

Es esencial que la modernización sea libre democráticamente asumida por todos los integrantes de la sociedad: la revolución tecnológica irreversible implica cambios profundos en las actuales estructuras productivas, pero deben evitarse costos humanos inaceptables. Quienes representan a los sectores del trabajo deben ser los primeros interesados en conocer y exigir la participación en el control del proceso de modernización.

Las innovaciones no deben ser enemigas de los trabajadores y de su bienestar. Por el contrario, los nuevos métodos de creación de la riqueza han de permitir una mayor distribución de bienes.

Si en el siglo pasado, los cambios fueron dirigidos y controlados por elites, la moderna concepción de la democracia impone hoy un método participativo de gestión que abarque a toda la sociedad.

Esta nueva realidad debe ser asumida a fondo por los organizadores racionales de la actividad económica –los empresarios, los directivos, los técnicos de todo nivel—, pues junto con los procesos productivos y las herramientas del pasado también están desapareciendo en el mundo desarrollado los viejos criterios de organización, operatividad y gestión de las unidades económicas.

El pueblo quiere una gestión soberana y democrática de la modernización y de ello derivará una gestión que incluya la solidaridad.

Si así no lo hacemos, sufriremos una modernización impuesta, elitista y con altos costos sociales. También la Nación Argentina como tal estará en peligro.

Frente a ello es tiempo dolorosamente perdido el continuar con las disputas ideológicas que ya no importan en el mundo avanzado y que aquí constituyen el ornato intelectual del atraso.

Debemos discutir con seriedad las cuestiones serias, las cuestiones que hoy movilizan los intereses y las acciones que deciden el futuro de la humanidad.

Para ello, creo, se ha auto convocado esta Semana Santa la sociedad argentina, para enfrentar juntos, en libertad y pluralismo, los verdaderos desafíos de la hora. Si os perdemos en vericuetos y en enfrentamientos del momento, nuestros descendientes colocarán sobre nuestra memoria el baldón justificado de haber sido quienes consentimos y promovimos la decadencia definitiva de la Nación Argentina.

Honorable Congreso:

Dije hace poco que frente a cada iniciativa de cambio transformador, surgen obsesivamente las voces del pasado que han quedado amarradas a un concepto paralizante: el que se traduce en el “todavía no”. Hoy, el pueblo nos dice “ahora”.

¿Todavía no? ¿Cuándo entonces? Aislados del desarrollo cultural y tecnológico, marginados de la economía mundial, malformados en nuestra estructura por la acumulación de poder político y económico en una gigantesca cabeza, durante décadas hemos esperado que se produzca el “milagro argentino”.

Sumidos en nuestros conflictos internos, nunca miramos más allá de nuestras fronteras, salvo para ver potenciales enemigos externos o para proponer modelos distantes y dudosos. Mientras tanto, en el planeta se producían transformaciones que el hombre jamás había soñado y a las cuales no teníamos acceso porque, para nosotros, “todavía no era el tiempo”. Lamentablemente, la realidad es otra y muy diferente por cierto: el tiempo ya pasó.

Y ante esa adversidad tenemos dos alternativas: la que proponen los nostálgicos de un pasado que no fue, o la de sumarnos al proceso transformando, en primer lugar, el vetusto engranaje que nos impide crecer.

Si, ya es tiempo de trasladar la capital. Porque más que un mero cambio administrativo, ese traslado significará eliminar en forma elocuente la existencia de dos países.

¿Qué entidad política, cultural o religiosa, qué gobernantes no han insistido alguna vez en la necesidad de integrar el territorio nacional mediante un modelo federalista?

¿Cuántas veces han insistido las provincias, relegadas a una condición de convidadas de piedra de un poder centralizado, en la necesidad de participar activamente en el desarrollo? No obstante, el “todavía no”, instalado en la mecánica de esperar que las próximas generaciones resuelvan lo que a nosotros nos toca resolver, se impuso al deseo del cambio, y las decisiones trascendentes fueron una y otra vez postergadas.

Es imposible resolver esta compleja realidad si no abordamos todas las debilidades estructurales que han caracterizado al país.

Nadie puede afirmar –porque no es cierto—que el traslado de la Capital resolverá los problemas económicos, pero sí es posible, en cambio, garantizar que el bienestar social solo se obtendrá en la medida en que se ataquen simultáneamente todas las causas que dieron origen al estancamiento y el atraso. Y la centralización del poder político y económico es una de ellas, y no es la menos importante, por cierto.

La Patagonia fue condenada durante dos siglos a la condición de territorio en reserva: desocupado, carente de infraestructura, permaneció como el vecino pobre al que se observa con indiferencia. Y sin embargo, en sus tierras se oculta una magnífica riqueza aún inexplotada, que solo espera la obra del hombre para aflorar.

Son muchos los ojos que han mirado con codicia esa gigantesca porción del mundo que nosotros no supimos ocupar. La Patagonia es argentina; pero poco nos hemos ocupado de ella salvo en dudosas exhortaciones nacionalistas que nunca resolvieron la cuestión principal: ¿hasta cuándo esperar para integrar definitivamente una nación que ha estado dispersa y fragmentada?

Los hombres que habitan en las provincias saben muy bien que es muy distinta la visión que se tiene del país cuando se lo observa desde allí: conocen la injusticia de un poder centralizado y de oídos sordos a sus reclamos federalistas. ¿Vamos a postergarlos una vez más, precisamente ahora, cuando se están sentando las bases de una democracia duradera que debe ingresar al siglo XXI, sólida, moderna y particularmente transformadora?

Es tiempo de trasladar la Capital porque cada acción concreta, tangible, que nos conduzca a un modelo de país moderno, facilitará la labor de las nuevas generaciones que ya se están formando para gobernar en el próximo siglo. No permitamos que la inercia del quedantismo se contagie a los jóvenes.

Honorable Congreso:

La integración política y económica de América latina ha sido un proyecto tantas veces proclamado como enterrado en el cajón de los recuerdos. Y sin embargo, nadie podría afirmar hoy –con argumentos razonables—, que alguna de nuestras naciones se desarrollará y alcanzará la prosperidad si en sus fronteras coexisten vecinos pobres y explotados.

Los argentinos aspiran a que la integración latinoamericana deje de ser un enunciado que nunca termina de cumplirse. Creemos que ya hemos encarado pasos concretos para tal fin, porque en definitiva es la acción común la que integra. Y no las palabras. El Consenso de Cartagena creó un ámbito de trabajo solidario: el Grupo de Contadora y de Apoyo fue otro paso en la misma dirección. El acuerdo comercial con Uruguay y Brasil significó otro salto hacia ese objetivo. En poco tiempo hemos alcanzado un espacio que hasta ayer no poseíamos; hemos traducido en cosas tangibles lo que hasta ese momento no dejaba de ser una expresión de deseos. Y aún no estamos conformes. ¿Cómo podríamos estarlo si sólo hemos dado los primeros pasos?

Luchamos contra dos siglos de desencuentros regionales, de trabas comerciales y competencias absurdas. Mientras otras regiones nos daban ejemplos de inteligencia y unificaban sus intereses políticos y comerciales para formar sólidos frentes, nosotros proseguíamos con el sórdido provincianismo de encerrarse en nuestras fronteras y erigir, ante nuestros vecinos, murallas que nos impedían crecer. Mientras otros abrían sus fronteras, nosotros nos mirábamos con desconfianza.

El mundo se ha dividido hoy en grandes espacios regionales en donde el desarrollo económico depende cada vez menos de un país en particular, y cada vez más de la integración regional la Comunidad Económica Europea es un ejemplo también es Estados Unidos convertido ya en espacio regional, y también la Unión Soviética. Porque en cada uno de ellos existe una escala de mercado de gran magnitud debido, entre otras cosas, al tamaño de su población. En América latina necesitamos crear un sistema que facilite la integración de nuestras posibilidades: relaciones firmes entre las monedas de cada país, un intercambio comercial libre, un conjunto de normas jurídicas compartidas y una voluntad común de conformar una región fuerte, que fije las reglas de juego de acuerdo con sus propios intereses.

Sin aspiraciones hegemónicas, sin falsas competencias, hemos creado condiciones para la cooperación regional. Y ahora debemos afianzarlas mediante nuevas y más audaces acciones. Una de ellas bien puede ser la redefinición de la representación y funciones del Parlamento Latinoamericano, al que concurran legisladores especialmente designados por sus propios Congresos fortaleciendo la misión de establecer bases políticas sólidas de integración mediante el desarrollo regional conjunto en las áreas de la educación, la salud, la economía, la ecología, el aprovechamiento de los recursos humanos y geográficos.

Debemos avanzar juntos porque de ello depende nuestra fortaleza. Algunos aducirán que se trata de compartir la pobreza que caracteriza a nuestro continente. Nada de eso. Se trata de unir la imaginación para que juntos demostremos al mundo que unidos y solidarios vamos a transformar la historia y a hacer valer las riquezas tanto tiempo postergadas.

Honorable Congreso:

El pueblo argentino salvó esta democracia que comenzamos a consolidar. Estoy seguro que ahora demanda que en el marco de esta democracia recuperada y profundizada en relación a nuestra propia historia, utilicemos medios idóneos, instrumentos aptos para lograr fines específicos con el menor esfuerzo de tiempo y energía. Esto es, el pueblo argentino reivindica una democracia eficiente.

Por eso, y porque estamos avanzando en el camino de la modernización de la sociedad, debemos debatir la posibilidad de reformar la Constitución Nacional.

Porque, como es sabido, la Constitución marca el punto de equilibrio entre las diversas fuerzas sociales y provee el marco básico para la relación entre la sociedad y el Estado, una nueva Constitución permitiría asumir colectivamente un proyecto de futuro acorde con las enseñanzas de nuestro pasado.

Conocemos que no son las nuevas leyes las que cambian la historia. La historia se escribe con nuevas luchas y nuevos acuerdo. Pero las leyes son instrumentos para afianzar el resultado de esas luchas y acuerdos.

Quiero suscribir las palabras del Consejo para la Consolidación de la Democracia: todo periodo histórico necesita de un gran pacto de convivencia. La Constitución de 1853, después de finalizadas las guerras civiles, fue el gran pacto de convivencia sobre el que se formó la Nación Argentina.

La República ha iniciado un nuevo periodo histórico. Superados los desencuentros, estamos construyendo el país que aspiramos tener. Ahora, como en 1853, debemos explicitar ese gran pacto que sirva de cimiento para construir una sociedad participativa, solidaria y moderna.

El pacto constituyente entre los ciudadanos requiere un sólido consenso. La propia Constitución, sabiamente, ha prevista las condiciones de su modificación, de modo que ninguna mayoría circunstancialmente imponga caprichosamente su voluntad a las generaciones venideras.

Un auténtico consenso se logra sólo a través de un debate abierto y reflexivo, en el que se confronten propuestas alternativas. Este debate, cualquiera sea su resultado, es valioso en sí mismo porque contribuiría a la toma de conciencia colectiva sobre los principios básicos de nuestra organización política.

La Constitución Nacional, en los tiempos en que el país se sumergía en la desintegración moral, social y económica, fue la única tabla de salvación a la que nos aferramos para preservar los principios mínimos de convivencia. Pero hoy, que ya estamos a salvo, debemos apoyarnos en ella para superar sus propias limitaciones.

Si permanentemente proclamamos la soberanía del pueblo, ¿por qué no complementar la democracia representativa con mecanismos a través de los cuales los ciudadanos puedan participar en la toma de decisiones sobre cuestiones que los involucran de modo inmediato?

Si la descentralización institucional, demográfica y económica es una aspiración común ¿por qué no acordar normas que hagan posible un federalismo efectivo, que protejan las autonomías de los municipios y que promuevan la descentralización de la gestión la distribución de los beneficios de los grandes emprendimientos públicos?

Si la defensa de las autonomías provinciales necesita de un órgano de máxima jerarquía que se dedique con toda intensidad a esa misión ¿por qué no ampliar en ese sentido las facultades y funciones del Senado de la Nación?

Si el Parlamento es el órgano máximo de la representación popular y el ámbito donde debe generarse el amplio consenso que es necesario para impulsar las transformaciones profundas que el país necesita ¿por qué no diseñar procedimientos institucionales que estimulen la negociación y el acuerdo entre los partidos que representan a los sectores que deben comprometerse con esa transformación, de modo que ese acuerdo se canalice a través de acciones de un gobierno con responsabilidad parlamentaria?

Si se acepta generalmente que el régimen presidencialista presenta rasgos que lo hacen poco flexible frente a situaciones de crisis y tensión, que concentra excesivo poder en una sola persona y que la hace destinataria de exageradas expectativas, que establece una relación no siempre fluida entre los diversos representantes de la voluntad popular ¿por qué no proceder a atenuar esos rasgos, aprovechando la experiencia de casi todas las democracias del mundo que han adquirido estabilidad a través de sistemas parlamentarios o semiparlamentarios?

Si el Poder Judicial ha visto obstaculizada, en épocas oscuras, su tarea específica de resguardar los derechos individuales y ve superada su capacidad de resolver los conflictos de un modo rápido, eficiente y accesible a todos los sectores de la sociedad ¿por qué no perfeccionar los instrumentos jurídicos básicos para proteger aquellos derechos para estimular que todos los ciudadanos recurran a la administración de justicia para superar sus conflictos?

Si instituciones como el estado de sitio y laintervención federal han servido en el pasado para abusos de poder en desmedro de los derechos de los ciudadanos y de las provincias ¿por qué no limitar sus alcances y establecer mecanismos de control para evitar su desvirtuación creando al mismo tiempo mecanismos más ágiles para que el gobierno pueda por sí solo enfrentar con eficiencia y rapidez cualquier perturbación al orden público o situación de emergencia?

Si la administración pública ha ido sufriendo con el tiempo un proceso de deterioro que generó pautas de comportamiento rígidas, ineficientes, que coartan la libertad del funcionario, al mismo tiempo que lo liberan de toda responsabilidad y que están en función de la protección y expansión de la propia administración y no al servicio del administrado ¿por qué no establecer procedimientos de control que protejan la eficiencia y la honestidad con que se deben prestar los servicios y que jerarquicen la tarea, la responsabilidad y la liberta de los funcionarios públicos?

No podemos caer en el error de despreciar el papel que las normas jurídicas cumplen en un proceso de consolidación de instituciones básicas y de cambio estructural: ellas constituyen el punto de referencia común hacia el que deben converger nuestras aspiraciones y proyectos, no obstante su enriquecedora diversidad.

La reforma de la Constitución puede expresar así la voluntad de los argentinos de elaborar mancomunadamente un esquema de cooperación que resguarde la autonomía individual, proteja a los más débiles y necesitados, impida los abusos de poder y promueva su desconcentración, expanda la intervención directa de los afectados en los procedimientos de discusión y decisión colectiva, estimule la eficiencia en el uso de los recursos sociales y en el funcionamiento de las instituciones y asegure la indispensable rapidez en la sanción de las leyes.

Honorable Congreso:

Históricamente la lucha por una distribución más igualitaria de la riqueza fue simultánea y consustancial con la lucha por una distribución también más igualitaria del derecho a la participación política.

Las primeras organizaciones de los trabajadores no solo reivindicaban la mejora del salario. Exigían al mismo tiempo el acceso indiscriminado a la educación, a la cultura, al saber.

El sufragio universal y la instrucción pública generalizada fueron conquistas casi simultáneas. La plenitud del ejercicio de la ciudadanía las imponía como requisitos complementarios e indisolubles. La complejización creciente de los procesos productivos fue determinando igualmente la necesidad de otorgar una mejor formación a todos los integrantes de la sociedad.

Pero más fuerte que todo ello era la difusión incontenible de los ideales igualitarios y democráticos en todos los ámbitos de la vida social. El pueblo soberano comenzó a exigir el ejercicio concreto de su soberanía. Las grandes corrientes de pensamiento político surgidas a partir del siglo XVIII resumían y expresaban, a través de concepciones que en determinado momento aparecieron como irremediablemente antagónicas, aquellas aspiraciones.

Hoy, en el contexto de una nueva transformación de las tecnologías productivas y de la organización económica, más radical y profunda que las precedentes, que en numerosas ocasiones hemos calificado de verdadera mutación civilizatoria, el tema de la democracia se nos replantea con vigor renovado.

La inteligencia no es tan solo el componente fundamental de la fuerza de trabajo. Es también la materia prima fundamental del proceso productivo.

Si ya la economía no admite agentes inertes, mucho menos pueden concebirse sistemas políticos estables y funcionales que no se estructuren sobre la participación consciente y activa del conjunto de los ciudadanos. La democracia, lejos de presentarse así como un sistema cristalizado, se nos revela como la verdadera revolución permanente de nuestro trabajo.

Si ha logrado canalizar las aspiraciones de los pueblos a niveles crecientes de libertad e igualdad en las etapas que nos anteceden y concretarlas en formas políticas que hoy rigen en numerosas sociedades del planeta, los desafíos de la hora presente le imponen ampliar y remozar dichas formas para adecuarlas a las nuevas exigencias de los pueblos.

La democracia así ampliada e intensificada resume y conjuga los objetivos de libertad, igualdad y justicia social que propugnaron las grandes corrientes de pensamiento político.

Esta es la democracia por la que el pueblo se jugó. Integral, participativa. Esta nueva concepción representa una extensión e intensificación del concepto clásico de democracia y jamás su impugnación.

Como ya lo señaláramos, la democracia participativa no se contrapone a la democracia formal ni a la democracia representativa. Toda democracia es formal, es decir, implica normas y reglas para contener, delimitar y organizar la actividad política y la convivencia social. Y toda democracia, en las sociedades modernas y complejas, implica el ejercicio de la soberanía a través de representantes.

De lo que se trata es de extender y multiplicar las instancias en las que el ciudadano es convocado a elegir sus representantes para que abarquen todo el espectro de las actividades de este nuevo tipo de sociedades. Este incremento responde a las necesidades reales y concretas que tienen las sociedades en transformación, cualesquiera hayan sido los procesos previos por los cuales ingresaron a la modernidad.

Una concepción actualizada de las relaciones entre Estado y sociedad reconoce que la toma de decisiones debe distribuirse de una manera más compleja y diseminada. La fijación de reglas no se limita sino a la sanción de leyes u ordenanzas por los cuerpos colegiados representativos ni la ejecución de políticas y medidas concretas puede quedar librada a un número restringido de funcionarios.

Los ciudadanos, en tanto usuarios, consumidores, productores, trabajadores, empresarios, técnicos, etcétera, no pueden permanecer ajenos a decisiones que originan consecuencias significativas sobre la calidad de su vida y sobre el funcionamiento, las metas y los valores de la sociedad.

Esta participación debe ser entendida y encarada como una profundización del sistema democrático y de sus reglas y no como una limitación de los derechos y garantías básicas del mismo, incluido el de la propiedad. Por el contrario, es esa participación la que preservará los derechos fundamentales.

Una sociedad cabalmente democrática no puede incluir en su seno áreas de actividad estructuradas sobre valores ajenos a los principios de libertad y de igualdad, entendidos en democracia como los polos de una tensión constructiva para el bien común.

Mayor participación es mayor gobernabilidad. La intensificación de la democracia, su extensión a todos los ámbitos del quehacer social, constituye el único camino válido para enfrentar lo que algunos teóricos han dado en llamar la “ingobernabilidad” de las modernas “sociedades de masas”.

La eventual ingobernabilidad deriva del intento de mantener a grandes capas de la población al margen de la participación en la toma de decisiones. Los ciudadanos se vuelven “ingobernables” cuando se sienten instrumentos pasivos de decisiones que adoptan otros, cuando las dirigencias de cualquier clase se les oponen como elites cerradas y autónomas, cuando son convertidos en “masa”.

El ejercicio de la democracia debe descender de los niveles restringidos de la decisión gubernamental a la vida cotidiana.
Debe convertir a todos los ciudadanos en sujetos activos.

Las decisiones deben ser asumidas como la resultante de una participación que se articula desde los niveles más elementales hasta los superiores a través de un mecanismo ininterrumpido de participación, discusión y control.

La sociedad participativa no es una sociedad anárquica ni caótica. Es, por el contrario, la única sociedad funcional y organizada, la única compatible con la preservación de los valores básicos que la democracia ha instaurado y la única que evitara los riesgos de la “ingobernabilidad”. Es la sociedad que supera las viejas antinomias de lo estatal y lo privado en el espacio común de lo público. Es la única sociedad que nos permitirá escapar a la acechanza de las involuciones autoritarias, y avanzar hacia la modernización de estructuras para el desarrollo, la autonomía y la integración.

Honorable Congreso:

En un contexto de cambio social y cultural rápido y de reestructuración del sistema mundial de producción y de gestión en base a las inmensas potencialidades despertadas por la revolución tecnológica, la Argentina llega, una vez más, con retraso. Un retraso de ningún modo irreparable, pero del cual la Nación ha comenzado a hacerse cargo.

En la medida en que sepamos darnos una voluntad política y un proyecto de país colectivamente asumido; en la medida en que tengamos la firme resolución de superar no simplemente nuestras dificultades puntualmente
consideradas, sino también y sobre todo nuestra pereza y nuestro facilismo cotidiano, podemos esperar con fundadas razones que el país logre sobreponerse a ese retraso y se incorpore al mundo moderno, entrando sin triunfalismos pero decididamente en el camino del progreso económico, social y cultural que anhelamos.

Para ello, sin embargo, debemos tomar conciencia de los arduos problemas que hay que encarar. Entre esos problemas, uno de los principales sigue siendo nuestra incapacidad no siempre inocente de poner al día nuestras ideas y nuestra manera de actuar. Persiste aún en muchos de nosotros una obstinada resistencia al cambio cultural. La acumulación de oscurantismo ideológico, corporativismo profesional, burocratismo administrativo, subdesarrollo científico e ignorancia presuntuosa que hemos recibido como herencia del pasado reciente, pero que tiene raíces más hondas, nos ha hecho correr el riesgo de frustrar el enorme potencial que existe en nuestro pueblo, hasta el punto de llegar casi inermes a los últimos años de la década del 80 en medio de una de las más formidables mutaciones científico-técnicas de la historia de la humanidad.

Es tiempo ya de decidirse no sólo a recuperar lo perdido, sino a cortar audazmente camino y a ser contemporáneos de un mundo lleno de promesas y de posibilidades, pero impecable con quien, por simple indolencia o por los ilusorios réditos políticos que espera obtener de ello, se queda atascado en los viejos dogmas y transforma en virtud “principista” lo que no es otra cosa que terca adhesión a ideas obsoletas.

Superar las antinomias ideológicas delpasado implica mostrar su carencia de validez y proponer una alternativa a ellas,pero esta alternativa –y eso es lo que suele quedar fuera de la comprensión de muchos— no puede ser ya una propuesta “más”, solo diferente de las otras porque estaría situada en algún lugar todavía inocupado del espectro ideológico tradicional.

No se trata de ser un poco más izquierdista, un poco más derechista o un poco más centrista que los demás para lograr ofrecer a los argentinos una perspectiva de futuro en la cual puedan creer y en cuya realización quieran comprometerse.

Se trata en cambio de atreverse a plantear los problemas y las vías posibles para resolverlos en términos no ya simplemente distintos, sino más bien carentes de connivencia con respecto a la vieja manera de plantearlos y de buscarles solución. Se impone pues una renovación cultural profunda.

A pesar de la inercia arraigada en muchos y del miedo a lo nuevo que persistentemente inhibe a los espíritus cautivos, esa renovación ya se está dando en muchos aspectos. Allí donde una actitud de tolerancia se impone sobre el sectarismo o la tentación de la violencia, allí donde los intereses particulares no obnubilan las mentes y, por tanto, no prevalecen frente al interés de todos, allí –en la fábrica, la escuela, el club, la asociación vecinal, la actividad artística—donde campea el entusiasmo por la creación y la innovación, allí, en fin, donde no se pierden ni las esperanzas ni la voluntad de encontrar una solución racional a los conflictos que normalmente se plantean en las distintas esferas del quehacer colectivo:allí está comenzando a florecer esa renovación de ideas, hábitos y estilos de acción que necesitamos.

Es preciso definir sus contenidos, acelerarla y mostrar sus logros para vencer los obstáculos que aún se oponen a ella. Obstáculos que son más subjetivos que objetivos; más imaginarios que reales, pero que impiden todavía a muchos comprender que nuestro universo cultural debe cambiar, y cambiar profundamente.

Es necesario rechazar los gomas que con increíble simplismo, con una manera ingenua de reducir e incluso negar la complejidad de los hechos políticos y sociales, con esa creencia en la verdad de sus ideas capaz de sobrevivir a los más espectaculares desmentidos históricos, no son sólo inofensivas reliquias heredadas del siglo pasado, sino a menudo el origen de ciegos fanatismos, o, aún en el contexto compartido de la vida democrática, se erigen en sectarios escollos para una mirada a la vez más lúcida y menos arrogantemente segura sobre nuestra realidad.

La renovación cultural que deseamos pasa ante todo por la renuncia a todo fanatismo, por la admisión del error siempre posible, por la búsqueda al mismo tiempo, plural y compartida del conocimiento de nuestra sociedad, para contribuir a hacerla más libre, próspera y justa.

También hay que rechazar las actitudes de quienes presentaron al país planes que nunca pudieron cumplir pero que se anunciaron solemnemente bajo la forma de disquisiciones filosóficas. La mera formulación trasuntaba ya esa mezcla de optimismo impuesto y de omnipotencia imaginaria que acompañan siempre a los marcados total o parcialmente por el mesianismo.

En la empresa que se proponen los argentinos, los ejes “decisivos” y las dimensiones maniqueas están de más.

Para que nuestro país no termine por verse confinado en los arrabales de la historia debe liberarse de antigüedades ideológicas que desde hace siglos vienen prometiendo un paraíso que, por sólidas y convincentes razones, no se realizó nunca en ninguna parte.

Estos confortables dogmas no son, en modo alguno, necesarios. Lo que sí necesita hoy nuestro país y quiere nuestro pueblo es un sistema ético fundado sobre valores que, sin menoscabo para la libertad promuevan y consoliden la solidaridad social, y, especialmente, lo que necesitamos todos hoy es un inédito plusvalor de imaginación, de invención, de actitud política emprendedora. Los argentinos hemos recuperado el derecho a la esperanza; depende de nuestra voluntad –de una voluntad racional y consciente de nuestras realidades—el que esa esperanza comience a fructificar y a traducirse en logros concretos.

Honorable Congreso:

Nadie puede poner en duda que la sociedad argentina quiere movilizarse sin vacilaciones ni demoras para arrancar del estancamiento, para crecer y para desarrollarse.

Puede haber dudas legítimas, sin embargo, sobre cuáles son los caminos adecuados, los plazos y los objetivos. Ante el agotamiento indiscutible del modelo agroimportador que consintió nuestro crecimiento desde las décadas finales del siglo pasado hasta las primeras del presente, surgen opciones contrapuestas.

Nuestra vía hacia la prosperidad, que, como dijimos, tiene uno de sus pilares en la integración latinoamericana, debe tender a la adquisición de nuevas ventajas comparativas, como lo fueron en determinada época los recursos agropecuarios, en el marco de un desarrollo global de nuestras capacidades humanas y materiales, incorporando las modernas tecnologías a la vez que construimos las infraestructuras y las industrias de base que sean ,más convenientes para potenciar el crecimiento integrado y armónico de un fuerte mercado interno y dotarnos de una amplia capacidad exportadora.

Tal es nuestra concepción moderna del desarrollo y proponemos su discusión a todos los ciudadanos interesados en arrancar a la Argentina de la decadencia. Así entendido, el desarrollo con modernización es un imperativo ineludible de nuestro futuro como Nación soberana, autónoma y libremente integrada a sus hermanas de América latina.

Debemos entrar al siglo XXI por la puerta grande a través de la modernización del aparato productivo, del campo y del Estado, y también de la educación, la cultura, la ciencia y los comportamientos.

Para entender el significado de esa transformación y alentar su logro, es necesario conocer y dominar las actuales tecnologías y evaluar su influencia en las sociedades modernas como una variable dinámica fundamental para su desarrollo integral.

La innovación es la impronta que caracteriza a dichas sociedades. Ellas continuarán avanzando, aumentando cada vez más la distancia que las separan delas nuestras, si no encaramos los esfuerzos necesarios para encontrar nuestro propio camino hacia el desarrollo. Nosotros debemos decidir, al mismo tiempo, que el desarrollo tecnológico no sólo contribuya a satisfacer las necesidades básicas de nuestra sociedad, a mejorar nuestra calidad de vida y a obtener el pleno desarrollo de nuestras capacidades, sino que asegure la utilización racional de nuestros recursos físicos, humanos, económicos y de conocimiento, sin conducir al deterioro o destrucción de la naturaleza ni a la explotación del hombre.

Es imprescindible la reorientación de los esfuerzos hacia las áreas definidas como de interés y oportunidad prioritaria, así como también asegurar la utilización del poder de compra del Estado y de sus grandes proyectos para favorecer el desarrollo tecnológico nacional.

La tecnología que necesitamos está constituida por la mezcla coherente de dos componentes, uno propio y otro importado. Para adquirir este último necesitamos conocimiento y experiencia para definir nuestros requerimientos, seleccionar la más conveniente, negociar su contratación y adaptarla a nuestra realidad.

Es necesario utilizar los más avanzados desarrollos tecnológicos para reforzar o crear sectores prioritarios de producción, utilizando el aporte de las tecnologías de punta, luego de un cuidadoso análisis de sus características y de nuestros requerimientos.

Para contribuir con tecnología propia debemos usar a pleno la capacidad innovativa de nuestros investigadores y tecnólogos, reteniéndolos en base a condiciones dignas de trabajo y ofreciéndoles nuestro apoyo y respeto a su actividad creativa. Es necesario que esta actividad tecnológica se ejerza dentro o en estrecha relación con el sistema productivo, utilizando al máximo los recursos humanos y materiales disponibles. Si eso no ocurre y nuestro sector productivo continúa disociado del sector creativo, irremediablemente aumentará nuestra dependencia.

Esta tarea no puede ser afrontada solamente a través de la acción centralizada del Estado. Es esencialmente coparticipativa y cada organismo del Estado, cada empresa privada o pública, cada instituto de investigación y desarrollo y cada ciudadano deben asumir el papel que les corresponde en esta apuesta argentina hacia el futuro.

Honorable Congreso:

Se nos pide la laboriosa empresa de plasmar la democracia argentina como régimen político y forma de relación entre los hombres, asentándola sobre bases económico-sociales, políticas, culturales e institucionales lo más sólidas posible.

Tarea que exige espíritu de iniciativa e imaginación política audaz, pero que también reclama, por tratarse de la empresa más ambiciosa que los argentinos nos hemos propuesto en este siglo, la renuncia a querellas y, sobre todo, una amplia conjunción de individuos, grupos y organizaciones políticas y profesionales.

Hemos expresado la convicción de que es requisito indispensable para el proceso de democratización la existencia de un acuerdo político básico, de un verdadero pacto de garantías en el que, más allá de las legítimas diferencias de punto de vista, el conjunto de fuerzas que componen el arco democrático de la sociedad política se comprometieran al respecto y la defensa irrestrictas de las reglas e instituciones democráticas.

Pero además habíamos dicho que también era bueno y sano para el país, para su vitalidad y para su capacidad de innovación, que a este pacto de garantías, tácito o expreso, que es el umbral de un sistema político, se le añadieran propuestas de acuerdos programáticos entre sectores diferentes, y hasta adversarios en la arena política, pero capaces de confluir constructivamente, a partir de un debate democrático, en la puesta en marcha de iniciativas innovadoras e imaginativas para la transformación que el país necesita.

Creo que no me equivoco al afirmar que los argentinos desean hoy un paso más hacia adelante. Un pacto social, y un compromiso político que implican una fundamental profundización, cuantitativa y cualitativa.

Una profundización cuantitativa, porque tanto el pacto social como el compromiso político suponen el más amplio llamado hasta hoy efectuado a asumir colectiva y conjuntamente el desafío de largo plazo de la transición democrática: consolidar un sistema que, a la vez que instaure un marco legal permanente para la convivencia entre distintos, tenga la energía y la capacidad necesarias para poner en marcha cambios decisivos en nuestras estructuras económicas, sociales e institucionales, cambios que deberán englobar tanto al Estado cuando a la sociedad como a las relaciones entre ambas.

Y una profundización cualitativa, porque de los aspectos, al comienzo necesariamente generales, de las transformaciones estructurales a encarar, quiere el pueblo pasar ahora a sus aspectos más específicos y sustantivos.

Hablamos de pacto social porque estamos convencidos de que las imperiosas modificaciones de estructura que el país reclama no se sostendrán sino sobre la base de una amplia voluntad colectiva, encarnada en los sujetos que habrán de protagonizarlas.

En esta hora de reconstrucción y de esperanza, es imprescindible que devolvamos a las palabras su sentido pleno: cuando hablamos de la marcha hacia el pacto social, en el contexto de un país decidido a emerger de la declinación y del atraso, estamos haciendo referencia a un encuentro de
voluntades destinado a superar los sectorialismos corporativos, la claudicación y las componendas que no osan salir a la luz.

Nosotros reivindicamos el pacto social como la libre concurrencia de intereses y proyectos de los sectores en una negociación abierta que tiene por mira el bienestar colectivo.

Nadie debe renunciar a sus legítimas reivindicaciones, pero cada uno debe comprometerse en el esfuerzo de armonizarlas con las de los demás para que sean eficaces, viables y no perjudiquen al conjunto de la sociedad.

Comprende a toda la sociedad, a cada individuo y sobre todo a los sectores y grupos profesionales, para trabajar en conjunto por una sociedad mejor, sin renunciar a los intereses legítimos de cada uno, sino al contrario transformándolos en propuestas practicables. Por cierto, se asienta en una coincidencia fundamental en cuanto al rumbo que el país debe tomar y no en la negociación pragmática e inmediatista de los pequeños intereses, pero por eso mismo reclama ambición, energía y tenacidad, y rechaza la parálisis.

Es por ello que el pacto social que propugnamos hará desaparecer de nuestro país las rémoras del corporativismo, éste surge al amparo del discrecionalismo autoritario, de la falta de reglas de juego claras y compartidas, de la ausencia de democracia, se afianza en la complicidad y en el encubrimiento. La transparencia republicana es su peor enemigo.

A la luz de la Constitución y de las leyes, en el espacio público de las instituciones, no habrá lugar para las componendas y sí para la convergencia libre de hombre y organizaciones comprometidos en el resurgimiento nacional. A esa convergencia y a ese compromiso, es decir a ese pacto social nos está convocando nuestro pueblo, con la fuerza de un mandato que da a sus dirigentes.

Pero los argentinos quieren ir aún más lejos. Para superar los escollos que derivan de las resistencias tradicionales al cambio –y también de quienes añoran y propugnan una vuelta al pasado—así como para evitar los inconvenientes que estos cambios conllevan, sobre todo en tiempos de crisis, necesitamos consensos mayores, basados en la elaboración ampliamente compartida de pautas de acción y en la discusión –con vistas a compromisos políticos institucionales—de objetivos trascendentes como los que antes hemos planteado. No vemos que exista ningún inconveniente serio y sí en cambio promisorias condiciones, para que ese compromiso se concrete.

No buscamos un sistema bipartidista rígido en donde la sociedad no tenga sino dos alternativas de elección. Buscamos una sociedad en la que todos los sectores sociales, sin excluir en modo alguno los minoritarios, tengan la debida expresión política que canalice sus propuestas, su voluntad, sus ansias de participación. Hemos padecido demasiado la imposición de escuchar una sola voz como para conformarnos ahora con escuchar solo dos voces, por mayoritarias que ellas sean. Una sociedad moderna debe nutrirse de la confluencia de muchas voces, de muchos pensamientos, de distintos puntos de vista que pugnan –en un marco civilizado—por obtener consenso.

Seríamos injustos, por lo tanto, si en este compromiso hubiera exclusiones. No las hay. No las habrá. Hemos dicho muchas veces que no creemos en la uniformidad de los totalitarismos ni en la unanimidad compulsiva de los autoritarismos: es piedra fundamental de nuestra filosofía rechazarlos enérgicamente.

Creemos que el pluralismo es el oxígeno que da vida a los convocados a participar, a manifestar democráticamente sus divergencias, a proponer alternativas, a imaginar mecanismos nuevos,de detalle o de fondo, que conduzcan a la nación prospera que deseamos.

Pero la historia política reciente nos muestra la presencia prevaleciente de dos grandes partidos, dos importantes movimientos que en sus enfrentamientos no siempre supieron conjugar las aspiraciones de la sociedad.

Estamos convencidos de que más allá de sus contradicciones y de sus defectos, con la precaria experiencia administrativa que las propias circunstancias históricas les impusieron, estas expresiones políticas deben, además de convivir, apoyarse mutuamente y volcar su energía creadora en la empresa de transformar al país. Representantes de la mayoría de los argentinos, ambas tienen una responsabilidad histórica que trasciende un periodo electoral o una gestión de gobierno. Esa responsabilidad tiene alcances que van mucho más allá de 1989. Mucho más allá, incluso, de este siglo que ya culmina: es la responsabilidad de construir un país que había perdido su rumbo. Encontrarlo, volver a encaminarlo por él, encauzar los esfuerzos para superar los obstáculos que frenen o interrumpan su marcha, no podrá ser obra exclusiva de uno, sino de todos.

El compromiso político al que aspiramos no es, entonces, una mera decisión coyuntural, sino una garantía de convivencia democrática y de prosperidad, es decir, de transformación.

Sabemos que las dificultades y los problemas son infinitos, pero el futuro es posible, el futuro ya entrevisto en algunos logros del presente, nos está compensando. Hemos vuelto a ser ciudadanos en sentido cabal, hemos recuperado la dignidad para el país y para cada uno de nosotros.

Sabemos que estamos contribuyendo ya a hacer la Argentina en la que quisiéramos ver vivir a nuestros hijos. Hemos recobrado la esperanza y retemplado el ánimo. Debemos renovar el entusiasmo para esa gran tarea de reconstrucción y creación a que el presente no convoca. A que nuestro pueblo nos convoca.